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 Crítica

LA VIDA EN PAPIER MÂCHÉ

El estreno mundial que acaba de producir Arca Images, un espectáculo excelente bajo la dirección artística de Carlos Celdrán, motivó diferentes experiencias, asociaciones y polémicas.

HABEY HECHAVARRÍA PRADO

MIAMI. Cuando terminó la octava función de Papier Mâché, hace un par de semanas en el Westchester Cultural Arts Center, culminaba, en principio, el memorable estreno mundial del espectáculo-homenaje que Arca Images dedicó a la cubana Antonia Eiriz (1929-1995) y a su impactante obra pictórica. Parecía que la representación dirigida por Carlos Celdrán, creador imprescindible del actual teatro cubano, había tocado la sensibilidad de muchos espectadores, además de estimular espacios de reflexión sociocultural. También parecía haber ofrecido una órbita minuciosa de escenificación y pensamiento con la cual nuestro teatro hispano recuperaría predios, tal vez, abandonados, tanto como contribuir al arribo de una etapa de consolidación escénica tras la cual sería posible irrumpir en nuevos e incisivos registros.

El personaje Héctor señala la proyección del cuadro "Una tribuna para la paz democrática". 
FOTO: Julio de la Nuez.

Al menos, esto es así para la agencia productora que lidera Alexa Kuve, cuyo trayecto en esta década ha remontado la teatralidad de máximos de un “teatro teatral” (La soprano calva; Mozart y Salieri), u otear teatralidades arduas o de mínimos (narratividades posmodernas: Vuelve a contármelo todo; autoficciones: Tebas Land), y luego derivar hacia otros recorridos personales, obras exploratorias de un autor que toma riesgos con propuestas menos parecidas al teatro del siglo XX (Sed en la calle del agua; el reciente estreno). Justo es celebrar dicho emprendimiento y vencimiento por esos derroteros, más si han disfrutado de una respuesta ampliamente favorable de los espectadores.

Paradójicamente, la lógica discursiva de Papier Mâché recupera el teatro documento, un género anclado en las posvanguardias del siglo pasado. No obstante, un aspecto definitorio radica en la apropiación posmodernista de las textualidades o texturas que el autor Carlos Celdrán dispuso en su acercamiento a la artista cubana, que murió refugiada en Miami. Dentro de la composición posbrechtiana y la articulación diegética de los cuadros, típica de aquella convención de mediados de siglo, destaca la doble línea argumental: una investigación acerca de la vida de la pintora y la búsqueda de financiamiento para un montaje teatral a partir de esa indagación.

Zulema Clares encarnó a Antonia Eiriz. FOTO: Julio de la Nuez.

Al mismo tiempo, la seducción principal en la obra, texto y escenificación, es el acercamiento al mundo de la pintora, a su carácter ignoto y esquivo, casi misterioso, utilizando una variedad de texturas mediante las cuales se expresa el discurso dramático: monólogos, diálogos, discursos públicos, entrevistas, narraciones de anécdotas reales o imaginadas. Son textualidades que configuran un hecho teatral más dependiente de la palabra, el pensar los acontecimientos sin didactismo y las sugerencias de la acción, que del movimiento físico, la imagen, los efectos sensoriales sin renunciar a ellos por completo. La combinación de tales elementos produce el entramado de una pluralidad argumental, semántica, cargada de encrucijadas históricas, estéticas, antropológicas, sociológicas y políticas verdaderamente estimulantes. Pues el texto y su representación proponen un canal emotivo en el intento de elevar las vivencias de una experiencia individual hasta el nivel de una reflexión culturológica. Dicha complejidad discursiva, referencial y teorética alrededor de la condición humana empieza a ser una marca teatral de nuestra época y constituye el motivo real de este escrito.

Ambas líneas argumentales son conducidas por Héctor, el personaje director y dramaturgo, alter ego narrador del propio Celdrán, protagonista que comenta e introduce los acontecimientos, los conflictos repartidos en tres tiempos: presente, pasado inmediato y pasado lejano. Todo el drama ronda la evocación teatral de Antonia Eiriz, revelada hipostáticamente en su ser, obrar, pensar y sentir. Ella es el personaje central del relato, el atractivo cardinal de una puesta en escena a la que no le faltan resucitaciones de otras figuras y entidades. Y a la vez, no se trata de la estricta realidad histórica sino de figuraciones atrapadas en esos juegos de la ficción en el teatro, a los que aludió Jorge Luis Borges. Por otra parte, se trata de una imaginería necesaria o de la construcción de lo imposible probable que definió Aristóteles, donde el personaje de la pintora se confunde icónicamente con la persona real. Ya el teatro cubano había empleado semejante recurso en la dualidad entre el Alejandro Yarini de Carlos Felipe y su referente, Alberto Yarini Ponce de León, un mecanismo luego convertido en tendencia cuando dramaturgos posteriores lo utilizaron al acercarse a figuras nacionales del siglo XIX.

Una de las escenas en la que Héctor entrevista a Antonia. FOTO: Julio de la Nuez.

Entonces, la investigación del personaje director consistió en descubrir por qué Antonia dejó de pintar y se dedicó a crear y enseñar a crear figuras de papel engomado. Esto, después de que intelectuales orgánicos criticaron sus cuadros actuando como comisarios de un poder represor, vertiendo acusaciones sobre quien era una artista incómoda para ellos debido a sus obras inasumibles por una retorcida política cultural. En la medida que la entrevistada barrunta sus motivos (“la causa secreta de la historia”, diría Lezama) ante el protagonista, se difuminan las suposiciones de censura directa o autocensura, y el enigma Eiriz aumenta revelándonos algo inefable, tan misterioso como la existencia.

Las razones personalísimas que el personaje central intentó explicar en aquella conversación, deseada cual escena obligatoria, después de varias sesiones, procuró develar la experiencia de una realidad interior. El enigma terminó siendo un misterio en torno a la pérdida de una corriente vital, un relato sobre el apagamiento de la psique, la sequedad que le llevó a que no pintar fuera un duelo largo e inevitable. Luego, su vida se amoldó a ese dolor como si fueran piezas de papel engomado por el mejor artesano.

La interpretación de la pintora cubana constituye el centro del espectáculo.
 FOTO: Julio de la Nuez.

Por lo tanto, Papier Mâché asume una diégesis teatral que busca sencillez, limpieza formal, sinceridad, intimismo, desnudez interior hasta la confesión de los personajes, destacados o figurantes, y, en cierto sentido, la confesión de los actores. Haber puesto la atención y la tensión en la verdad personal de los intérpretes transparentó un discurso escénico lleno de delicadezas, sustentado por estudios psicológicos y mostraciones sin juicio de los caracteres, propios de una estrategia artística inclinada hacia la autenticidad, no a la originalidad. De tal modo, la Antonia de la actriz Zulema Clares parece construida para el recuerdo. Desde la respiración y el ritmo hasta la andadura tuvo que recuperar el cuerpo de una persona mayor y su cojera, sus equilibrios, su personalidad. Clares dejó una impronta verista y rigurosa donde se revela el fondo de una mujer con el aspecto común de un ama de casa en cierto hogar cubano del sur de la Florida y el aura espléndida de una antigua sabiduría demiúrgica, incluso oracular. Ignoro si la pintora Eiriz fue humanamente así, pero no dudo haber contemplado, especialmente en los detalles, la manifestación de una humanidad total. Esta documentación interpretativa del personaje central impulsa el discurso espectacular por senderos de un neorrealismo desafiante, galvaniza a los otros personajes, e imanta de dolor y de zozobra cada cuadro del drama recordando a aquel documento de humanidad que anhelaba Emile Zolá.

Es innegable que uno de los aciertos principales del montaje estuvo en la selección del elenco, toda vez que los personajes parecen diseñados para los actores y viceversa. La dirección actoral consigue, a través de la inteligencia creativa de los intérpretes, un desempeño equilibrado. Las evocaciones de los personajes proceden de apropiaciones precisas, auténticas escenificaciones de caracteres abismales en los personajes secundarios, hasta el punto de contrastar la hondura y la energía con el poco desarrollo dramático de quienes podrían ser protagonistas de sus propias obras. Asimismo, estos personajes ocasionales, arquetípicos, toman vida en un mundo de papier-mâché.

Ariel Texidó intepreta a Héctor, el director teatral que narra y conduce el argumento.
FOTO: Ismael C. Requejo Ameng.

Ariel Texidó ofreció convincentemente a Héctor, el insistente director escénico, obsesionado con el legado cultural de la pintora. En una línea argumental dibuja al personaje que se acerca a Eiriz con tanta unción como con la determinación de un cirujano, acaso forense, buscando un diagnóstico. En la otra línea perfila al artista enfrascado en convencer a productores e instituciones sobre lo extraordinario de su proyecto. Todavía me pregunto si, justo tras la estampa hiperrealista lograda por Texidó, la épica ordinaria, asociada a un sujeto común y heroico que se sale con la suya en las dos encomiendas, tiene alguna relación con su nombre.

Rosalinda Rodríguez dio vida a la intelectual mexicana Raquel Tibol.
FOTO: Ismael C. Requejo Ameng.

Rosalinda Rodríguez deslinda la elaboración de sus personajes, no tan diferentes en principio, de la Productora y de Raquel Tibol. A la primera le concede un perfil de mujer operativa y por ende revestida de gestos sociales, comportamientos evasivos, una natural falta de empatía cubierta de tantas simulaciones, cantidades de tácticas profesionales para rechazar proyectos indeseados como el de Héctor. Su Raquel Tibol, otra figura histórica, expone, bajo una extraña belleza, a la crítica mexicana de arte, mujer brillante y apasionada, un personaje delicioso y peligroso, cuyos juicios del arte pasan por su intelecto atrapado en la extrema izquierda y en el idilio con el castrismo. Años después reflexiona sobre el encontronazo ideológico que le impidió apreciar la obra de Antonia fuera de sus marcos mentales e históricos, y cómo su apreciación cuajó en una valoración política desenfocada respecto a la profundidad artística. La riqueza en los matices que exploró Rodríguez conmueve desde la maldad ordinaria, compulsiva, de quien, quizá a pesar suyo, generó un alto coste personal para la creadora.

La representación de Portuondo, personaje dramático e histórico hecho por Guillermo Cabré, es un momento extraordinario de la puesta en escena. 
FOTO: Ismael C. Requejo Ameng.

Guillermo Cabré encarnó con eficacia a un Programador que no acepta el proyecto artístico de Héctor porque no le pareció pertinente, o no lo entendió bajo la relajación vascular que le propiciaban los tragos de cerveza. En contraste con la frivolidad de ese personaje, Portuondo -aquel José Antonio, académico, referente de la investigación literaria oficialista, funcionario comunista para el control de la vida cultural entre los años 60 y 90- es una indiscutible aportación de la obra. Crítico y censor obediente de un estado policial, impulsado por las opiniones de Tibol, asume la posición del gran antagonista de Antonia y de cuanto representa, debido a que él forma parte de una perversión institucionalizada, sistémica. Su postura de profesor indignado ilustra el problema de la represión en las dictaduras totalitarias, sus aspectos más sofisticados y, por ende, más sórdidos. Las maneras educadas del Portuondo juvenil de Cabré, la elegancia del vestuario, el monólogo sobre los supuestos inconvenientes ideoestéticos de la obra de Eiriz, sus sudoraciones nerviosas, arropan las contradicciones humanas con la magnanimidad del autoritarismo ejercido por encima de la ley. En el aire de la escena quedaron flotando el refinamiento aterrador de sus amenazas, la exigencia de lo políticamente correcto, las cancelaciones, los zarpazos de la hegemonía cultural, la ambición de estatus y poder de hoy en día.

Joven, el personaje que presentó Andy Barbosa, ilumina una etapa poco conocida en la vida de Antonia Eiriz. 
FOTO: Julio de la Nuez.

Andy Barbosa desplegó la frescura del Joven que da un testimonio sobre la Antonia auto censurada, desengañada de los ambientes artísticos. Su personaje, al borde la inocencia, enfoca las contrariedades en la vida de la pintora justo cuando esta huía de los ataques sin lograr alejarse demasiado. Barbosa supo infiltrar la fragilidad de los débiles ante el enorme poder que acosaba a los talleristas cuando Eiriz enseñaba la nobleza de la artesanía, porque era considerada peligrosa para la seguridad del estado por la Seguridad del Estado. Así, en el monólogo, el Joven coloca una cuestión fundamental que Barbosa recreó con trazo fino y firme. Es el ámbito de lo privado en el cual el poder totalitario quiere tener el mismo control milimétrico que tiene en el espacio público. El miedo de la tiranía convirtió la intimidad familiar y personal en terreno de lucha pues este poder aspira a una adhesión de tipo religioso, quiere gobernar las consciencias. Cuando el Joven describe los vínculos de Antonia con su familia, una relación afectada por sutiles acosos oficiales en el hogar, yo sentía los golpes del régimen en la puerta.

Raquel y Antonia, sentadas a una misma mesa, viniendo de épocas y lugares diferentes.
FOTO: Julio de la Nuez.

La mencionada estética de la diégesis que propone el espectáculo evita la frondosidad visual, el aparato escénico, los efectos que apelan a la emoción a través de la retina. Y, paradójicamente, obtiene una alta productividad dramática de esos mínimos elementos (verbigracia: Antonia y Raquel sentadas a la mesa en lugares y tiempos diferentes), que, junto a la sobriedad de las actuaciones, alientan una impresión cinematográfica de esta escenificación valiente y luminosa, si las hay. La mezcla de historia, poesía y ficción ejecuta un minimalismo realista que desafía ciertos hábitos de percepción. El diseño visual resuelve la pobreza intencional en un espacio despojado de fondo escenográfico, limitado por la manta rectangular donde suceden acciones precisas, movimientos imprescindibles de la mesa, las sillas, otros muebles, movidos por los actores en cuanto comodines indicando el paso de los cuadros. Además, la recurrente pantalla recibía la proyección de cuadros y trabajos plásticos de Eiriz, que no recreaban ambientes ni locaciones. Solo ilustraban una sensibilidad y las polémicas. Llamó mi atención una composición desequilibrada cuando los muebles estaban a un lado, en penumbras, mientras el lado opuesto quedó vacío, excepto por el peso inquisitivo de la luz.

Sin embargo, la utilización deliberada de formatos y recursos muy conocidos, pese a estar articulados con ingenio, insufla una atmósfera fría que resta intensidad al discurso en tanto neutraliza algunas imágenes, aunque transmita gracia y encanto en otras. Uno de esos momentos visuales muy bien logrados sucedió en torno a la sonrisa de Héctor al final de la puesta en escena. Antes del apagón culminante, en complicidad con los espectadores, el director reacciona a la noticia de haber encontrado financiamiento para su representación. Su gesto risueño de satisfacción, reducido al rostro de Texidó, sin movimientos ni palabras, ha sido el efecto final más simple y polisémico que recuerdo.  

Al final de una función el director artístico Carlos Celdrán y la productora Alexa Kuve reciben los aplausos del público junto a los actores. 
FOTO: Ismael C. Requejo Ameng.

Cuando terminó la última función de Papier Mâché en Miami, el homenaje a Antonia Eiriz nos dejó una discusión sobre políticas culturales y sociales en Cuba que trasciende la simplicidad de las ideologías. Otra consecuencia fue la recuperación de la memoria de un pasado reciente que medra en el presente nacional abocado al colapso. Menos visibles son los quebrantos secretos, las cicatrices aún irritadas, las molestias levísimas e irreparables que atañen al pudor de la gente. De allí vienen las motivaciones inexplicables para un arte efímero o universos en papier-mâché que proceden de esa facultad llamada consciencia y que algunos insistimos en llamar la región del alma.

Comentarios

  1. Con todo mi respeto porque sé que Ud. Es un hombre de teatro avalado por su historial. Desde mi pobre capacidad le rogaría, que piense más sus críticas u opiniones en un lenguaje asequible para los no "intelectuales" y más para el público común que es en definitiva el que acude al teatro y sobre todo lo mantiene, en estos tiempos donde apenas sobrevive. Las frases pocos comunes, académicas, rimbombantes y los términos demasiados técnicos echan a un lado a ese público que se merece un acercamiento a ese buen teatro y el esfuerzo de todos sus integrantes. Sólo piénselo y continúe por el caminos que crea más apropiado. Continúe y gracias!

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  2. Muchas gracias, admirado Héctor Santiago, por su comentario.

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